La década de los ochenta está determinada por la promulgación
del Estatuto de la Radio y la Televisión. El Estatuto,
aunque en vías de modificación, sigue vigente en la actualidad,
y es la primera reglamentación con rango de Ley de la historia de
la televisión en España. El Estatuto nació con el objetivo
de establecer una normativa jurídica democrática
que ordenase el conjunto del sistema televisivo español. Es decir
que sus disposiciones se refieren por igual a TVE que a las emisoras de
titularidad privada. La gestación del Estatuto a lo largo de 1979
fue el resultado del consenso entre el partido del gobierno
(en ese momento UCD) y el principal partido de la oposición (PSOE).
Entre ambos coincidieron en considerar que “la televisión
en España es un servicio público esencial cuya titularidad
corresponde al Estado”.
Sea como fuere, el Estatuto, al igual que luego harán las normativas
de las distintas televisiones autonómicas, establece un control del
quehacer televisivo por el gobierno de turno que parece incompatible con
las reglas de un régimen democrático. Lo más llamativo
del Estatuto es que el gobierno elige a su albur, y sin ninguna cortapisa
de importancia, a un Director General con poderes casi omnímodos.
Hace más de una década que todo partido en
la oposición reivindica la imitación del
que existe en todos los países europeos: la creación
de un ‘Consejo Superior’, un órgano
independiente de los poderes públicos que organice el sector
televisivo tanto en lo referente a las emisoras públicas como en
las privadas, pero todavía nadie lo ha creado.
Desde la perspectiva de la oferta, toda la valoración sobre la producción
de los años ochenta debería señalar tanto los deseos
institucionales de trasladar a la pequeña pantalla el nuevo imaginario
de la España democrática, cuanto el impulso de una política
de decidido apoyo a la producción de series con vocación de
calidad internacional. Por ejemplo, como cuando en 1982 se modificaron
todos los presentadores de Telediarios y de otros programas para
trasladar con esos cambios la visibilidad de las propuestas de cambio a
la audiencia. Allí estaban algunos de los que siguen hoy día
como Paco Lobatón, Mercedes Milá, Ángeles Caso, Pepe
Navarro, Manuel Campo Vidal, Rosa María Mateo o Concha García
Campoy.
En el listado de las series de la década encontramos rarezas como
series de historia social, que no habían abundado
en el pasado de TVE tal como La huella del crimen (1985) o El Lute (1988);
biografías de mujeres como Mariana Pineda (1984)
o Teresa de Jesús (1984) y por supuesto series concebidas como reflejo
social del aire del tiempo como Anillos de oro
(1983) o Segunda Enseñanza (1986) . Lo más llamativo de la
ficción de los años ochenta es la visión sobre
los prolegómenos condicionantes de la guerra civil, verdadero eje
vertebral de toda la década: La plaza del diamante (1982), Los gozos
y las sombras (1982), Crónica del alba (1983), Lorca, la muerte de
un poeta (1987), La forja de un rebelde (1990), Los jinetes del alba (1990),
entre otras.
Pero sobre todo, la década de los ochenta puede recordarse porque
allí se inició, aunque de una manera embrionaria, lo que fraguó
como característico de la televisión contemporánea:
por un lado un crecimiento exponencial de las horas de emisión,
por ejemplo la televisión por la mañana que puso en funcionamiento
Jesús Hermida en 1987, y la ordenación del sistema a partir
de las cifras de audiencia.