Los vínculos que el cine español ha establecido a lo largo
de la historia con otras cinematografías se han establecido por dos
vías: las coproducciones y la prestación se servicios para
el rodaje de producciones extranjeras en suelo español.
La participación de Atlántida en la película francesa
La barraca de los monstruos (1924), de Jacque Catelain, producida
por Cinegraphique, la productora de Marcel LHerbier, significa la
necesidad de apertura de mercados que más allá de la simple
la importación-exportación de películas. La presencia
de numerosos directores extranjeros en la industria cinematográfica
española durante el período mudo, refuerza la necesidad de
colaboración en proyectos de diversa envergadura. La salida de Raquel
Meller a Francia y la de Fortunio Bonanova a Estados Unidos no son sino
ejemplos de lo que debe animar a una cinematografía que quiere preservar
su identidad y construir un mensaje universal. Los límites del mercado
imponen algunas condiciones, lo que saben muchos productores y directores.
A lo largo del siglo XX en España se han rodado numerosas producciones
extranjeras en las que muchas veces los profesionales españoles sólo
ofrecían servicios, mientras que la propiedad total de la película
era del productor extranjero. El porqué de rodar películas
en España tiene que ver con el clima, la orografía, la calidad
de los profesionales y los bajos costes de mano de obra. Según las
épocas, prevalecieron más unos intereses sobre otros pero,
en definitiva, cada productor buscó siempre lo mejor para su producción.
Dos son los momentos especialmente llamativos en cuanto a la presencia de
directores, técnicos y actores extranjeros en España. El primero
se sitúa entre los años 1956 y 1964. Son los años en
los que se pasean por España Robert Rossen, Stanley Kramer y King
Vidor para rodar, respectivamente, Alejandro Magno (Alexander
the Great, 1956), Orgullo y pasión (The Pride and the
Passion, 1957) y Salomón y la reina de Saba (Solomon
and Sheba, 1959). Los españoles se quedaron sorprendidos al ver
pasearse por sus ciudades a Richard Burton, Fredric March, Claire Bloom,
Cary Grant, Sofía Loren, Frank Sinatra, Yul Brynner, Gina Lollobrigida
y George Sanders.
Mayor revuelo levantó Samuel Bronston, un productor que impulsó
la construcción de un imperio cinematográfico para el rodaje
de superproducciones adornadas con los grandes rostros de la pantalla hollywoodense.
Rey de Reyes (King of Kings, 1960) y 55 días en
Pekín (55 Days at Peking, 1963), de Nicholas Ray, El
Cid (1961) y La caída del imperio romano (The Full
of the Roman Empire, 1964) ,
de Anthony Mann, y El fabuloso mundo del circo (Circus World,
1964), de Henry Hathaway, arrastraron hacia los alrededores de Madrid
a un elevado número de extras y actores de reconocido prestigio,
además de profesionales que se encontraron inmersos en un modo de
trabajar nuevo para ellos, pero del que supieron extraer todos los conocimientos
necesarios para afrontar nuevos retos en sus trayectorias artísticas.
Además contemplaron a su lado a actores como Robert Ryan, Charlton
Heston, Ava Gardner, David Niven, Sofía Loren, Raf Vallone, Stephen
Boyd, James Mason, Alec Guinness y otros muchos. España disponía
de un plató internacional y la industria extranjera miraba con buenos
ojos estos rodajes.
A partir de 1964 llegaron los westerns europeos, los spaguetti-western,
que fluyeron por tierras de Esplugues de Llobregat, en los estudios montados
por la productora cinematográfica de Alfonso Balcázar, por
los parajes de Almería y, fugazmente, en Hoyo de Manzanares, Colmenar
Viejo, en tierras de Navarra, Alicante, Málaga, etc. Fueron momentos
que alcanzaron una mayor magnitud cuando se rodaron en Almería Por
un puñado de dólares (1964) y La muerte tenía
un precio (1965), ambas de Sergio Leone, con Clint Eastwood en el papel
principal.