Tras la Guerra Civil, la industria cinematográfica se recuperó
rápidamente desarrollando una intensa actividad en tres direcciones:
por parte de las productoras, abundante en firmas, algunas con una amplitud
de proyectos muy llamativa; muchos directores que consolidaron su carrera
y otros nuevos que aparecieron con gran fuerza en el panorama creativo;
y, finalmente, un gran elenco de actores y actrices que fueron, sin duda,
el motor que alentó la presencia del espectador de la época.
La productora Cifesa fue "la antorcha de los éxitos" de
la década, arropándose con directores de prestigio como José
Luis Sáenz de Heredia (El escándalo, 1943), Rafael
Gil (El clavo, 1944), Ignacio F. Iquino (La culpa del otro,
1942) y, sobre todo Juan de Orduña director responsable de títulos
como ¡A mí la Legión! (1942), Locura de amor
(1948) y algunos de los que cerraron la actividad de la firma, Agustina
de Aragón (1950) y Alba de América (1951) .
Cifesa contrató para su importante producción a los mejores
actores y actrices de la época; sus películas no serían
nada sin las aportaciones de Manuel Luna, Rafael Durán, Amparo Rivelles
y Alfredo Mayo la pareja de moda de estos años-, Luis Peña
y Aurora Bautista, entre otros.
Cesáreo González funda Suevia Films, la otra productora más
activa de la década. Se significó por seguir el interés
de la época en cuanto a temática, intentando compaginar la
producción de calidad con la más popular y promocionando especialmente
sus películas, entre las que se pueden mencionar El abanderado
(1943), de Eusebio Fernández Ardavín, Mar abierto (1945)
y Sabela de Cambados (1948), de Ramón Torrado, La pródiga
(1946) y La fe (1947), de Rafael Gil. Otras muchas firmas como CEA
(Fuenteovejuna, 1946; de Antonio Román), Emisora Films (Una
sombra en la ventana, 1945; de Iquino), Ballesteros (Mariona Rebull,
1946; de Sáenz de Heredia) o Aureliano Campa (Boda accidentada,
1942; de Iquino), trabajaron por su cuenta o asociadas para realizar algunos
de los proyectos que salieron adelante.
No obstante, lo que se apreció a lo largo de la década fue
un interés especial por determinadas temáticas, ámbito
en el que se moverán todas la productoras. El trasfondo histórico-político
asomó en películas tan dispares como Raza (1941), de
Sáenz de Heredia, y Los últimos de Filipinas (1945),
de Antonio Román, aunque encontraron un hueco muy amplio las visiones
subjetivas de la historia española, con un diseño grandilocuente
en películas de alto coste como Inés de Castro (1944),
una coproducción hispano-portuguesa, Reina Santa (1946), de
Rafael Gil, o La Nao capitana (1946), de Florián Rey. La comedia
fue la más trabajada con ejemplos como El difunto es un vivo (1941),
de Iquino, Huella de luz (1942), de Gil, La vida en un hilo
(1945), de Edgar Neville. La zarzuela y el folklore de tipo regionalista
asomó con notable frecuencia en películas como El famoso
Carballeira (1940), de Fernando Mignoni, Castañuela (1945),
de Ramón Torrado, o Alma baturra (1947), de Antonio Sau.
Sin duda, se debe hablar de una importante década para el cine español,
por cuanto las productoras confirmaron su eficacia para moverse en el proceloso
mar legislativo y financiero del Estado, al tiempo que los directores demostraron
su gran capacidad narrativa y los actores y actrices su calidad interpretativa,
aunque en algunos casos todavía quede patente la excesiva dramatización
de algunos papeles. Es la época de un star-system consolidado
y, sobre todo, del descubrimiento de un amplio cuadro de secundarios (José
Isbert, Juan Espantaleón, Antonio Riquelme, Fernando Freyre de Andrade,
Guadalupe Muñoz Sanpedro, Camino Garrigó, etc.) sin los cuales
los grandes rostros pocas veces tendrían la réplica necesaria
para construir su personaje.