Una vez consolidados los primeros estudios sonoros en España, los
Orphea Film de Barcelona, en Madrid también se levantaron nuevas
infraestructuras (los estudios de rodaje CEA, ECESA, Ballesteros, etc.,
y otros de montaje, doblaje, además de diversas empresas de servicios
y auxiliares) que permitieron acometer una producción constante y
amplia por parte de una serie de productoras que favorecieron la carrera
artística de un grupo de directores que se convirtieron en referentes
de una época.
La década, sin embargo, se inició también con un encuentro
profesional que intentó aglutinar las inquietudes de los profesionales
hispanoamericanos de cinematografía, con el deseo de ampliar un mercado
común que favorezca el intercambio artístico, técnico
y de producción. Con el deseo de proteger el desarrollo del cine
español se creó el Consejo de la Cinematografía en
1933, al tiempo que también se dictaron unas normas que fijaron como
obligatorio el doblaje al castellano de películas extranjeras, producciones
que se estuvieron exhibiendo en versión original hasta 1936.
El cine durante la II República estuvo sostenido, especialmente,
por las productoras Cifesa, de Vicente Casanova, y Filmófono, de
Ricardo Urgoiti, a las que acompañaron otras muchas de desigual continuidad.
El cine español comenzó a demostrar que estaba capacitado
para abordar historias costumbristas que superaban el listón del
populismo más chabacano. No se entienden de otra manera los éxitos
avalados por la pareja de moda de la época, Florián Rey e
Imperio Argentina (La hermana San Sulpicio, 1934; Nobleza baturra,
1935 ;
Morena Clara, 1936), ni las taquillas que dieron los trabajos de
Benito Perojo (Es mi hombre, 1935; y sobre todo La verbena de
la Paloma, 1935) y el buen hacer de Luis Marquina en Don Quintín
el amargao (1935) y de José Luis Sáenz de Heredia en La
hija de Juan Simón (1935). Un cine de directores pero también
de actores, pues a las pantallas llegan Miguel Ligero, Manuel Luna, Antoñita
Colomé, Raquel Rodrigo y, en los últimos años, Estrellita
Castro.
La guerra civil interrumpió estos años de gran actividad que
no sólo tuvo buenas propuestas en el campo de la ficción sino,
también, en el campo del cortometraje documental, sector en el que
se formaron muy buenos directores como, entre otros, Carlos Velo y Fernando
G. Mantilla, Antonio Román e Ignacio F. Iquino. Sobresalió
por su contundente testimonio Las Hurdes/Tierra sin pan (1932), de
Luis Buñuel. En cualquier caso, la tradición documental sirvió
de puente para realizar todos los reportajes y noticiarios que surgieron
en plena contienda, pues el realismo ocupó el espacio que la ficción
no pudo cubrir.
El conflicto bélico paralizó la producción de largometrajes
en España y desplazó la realización de otros hacia
Estudios extranjeros -Roma, Berlín, especialmente-. Así Florián
Rey y Benito Perojo dirigieron en dichos centros películas como Carmen
la de Triana (1936), La canción de Aixa (1938) o Los
hijos de la noche (1939) .
El bando franquista se quedó sin recursos, mientras que los republicanos
dispusieron de la infraestructura necesaria como para poder abordar una
relativa producción. No obstante, no fueron capaces de impulsar proyectos
que alcanzaran resultados satisfactorios; Aurora de esperanza (1936),
de Antonio Sau, y Nuestro culpable (1937), de Fernando Mignoni, fueron
una muestra. Sin embargo, sí hubo una intensa actividad en el campo
de los reportajes y noticiarios, con abundante información ideológica
y propagandística. También hubo una notable presencia de directores
extranjeros filmando activamente imágenes del conflicto y dirigiendo
alguna película testimonial como Tierra de España (Spanish
Earth, 1937), de Joris Ivens, y Sierra de Teruel (LEspoir,
1939), de André Malraux.