Los años cincuenta estuvieron marcados por el encuentro entre dos
generaciones de cineastas. Los que llevaban años trabajando y la
primeras promociones de jóvenes que salieron del Instituto de Investigaciones
y Experiencias Cinematográficas, el centro oficial de formación.
De este encuentro surge, bajo una aparente convivencia, el enfrentamiento
entre dos modos de hacer y plantear las historias cinematográficas:
el cine artificial, de decorados acartonados, y el realista, el que plasma
los temas que vive la gente de la calle; de un cine histórico, folklórico
y literario, se pretende pasar a un cine actual, crítico, testimonio
de una sociedad que tiene problemas de todo tipo.
Las Conversaciones de Salamanca, impulsadas por Basilio Martín Patino,
se celebraron en mayo de 1955 y fueron un encuentro de profesionales provenientes
de todos los sectores de la industria, de los organismos del Estado, de
la crítica y el sector intelectual del momento. Se pretendió
con este encuentro realizar un repaso a todo lo que se estaba haciendo en
el cine español y lo que se había hecho desde la Guerra Civil,
con el fin de hacer converger los distintos análisis en una propuesta
que permitiera abrir nuevos horizontes creativos e industriales.
En los años previos a dicho encuentro ya se produjeron algunas películas
de gran contenido temático y narrativo, y que atendieron a propuestas
tan diferentes como Brigada criminal (1950), de Ignacio F. Iquino,
o Cielo negro (1951) y Condenados (1953), de Manuel Mur Oti;
cine policiaco y dramas pasionales que compartieron pantalla con el realismo
que se desprende de El último caballo (1950), de Edgar Neville,
y Surcos (1951), de Juan Antonio Nieves Conde. No obstante, jóvenes
directores como Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, ya apuntaron
sus intereses e inquietudes en títulos tan representativos de esa
nueva manera de mirar como fueron Esa pareja feliz (1951) ,
dirigida por los dos, y ya por separado Berlanga con ¡Bienvenido
Mister Marshall! (1952) y Bardem con Cómicos (1953), confirmando
que se encontraban en su mejor momento cuando años más tarde
firmaron Los jueves milagro (1957) y Muerte de un ciclista
(1955), respectivamente. Línea que no se rompería dado que
la continuaron directores como Fernando Fernán Gómez (La
vida por delante, 1958) y Marco Ferreri (El pisito,1958; El
cochecito, 1960), entre otros.
Pero estas aportaciones tuvieron que encontrar un hueco en la programación
de las salas españolas que a lo largo de los años cincuenta
se vieron invadidas por películas de tono religioso como La señora
de Fátima (1951) y La guerra de Dios (1953), ambas de
Rafael Gil, y Marcelino pan y vino (1954), de Ladislao Vajda; películas
de folklorismo simple pero atractivo para muchos espectadores, historias
que se apoyaban en las figuras de Antonio Molina (El pescador de coplas,
1953; Esa voz es una mina, 1955), Lola Flores (La niña
de la venta, 1950; Morena clara, 1954; La faraona, 1955)
y Carmen Sevilla (La hermana San Sulpicio, 1952), además de
Joselito, un ruiseñor que cantó en todas sus películas
a la sombra de Cesáreo González, y Sara Montiel que se incorporó
al cine español con El último cuplé (1957),
un resonante éxito dirigido por Juan de Orduña.
Otras muchas comedias pretendieron hacer converger temas de actualidad con
modelos socialmente delimitados por su condición; sirven de ejemplos
Historias de la radio (1955), de José Luis Sáenz de
Heredia, Aquí hay petróleo (1955) y Manolo, guardia
urbano (1956), ambas de Rafael J. Salvia, Las muchachas de azul
(1957), de Pedro Lazaga, y El gafe (1958), de Pedro L. Ramírez,
en las que se apreció un deseo por abordar temas de cierta actualidad.