A partir de los años setenta, el cine europeo evoluciona a partir
de los proyectos individuales de cada uno de los directores que buscan proseguir
su carrera superando todos los obstáculos que, realmente, se le cruzan
en su camino. No se puede decir que cada cinematografía tenga unas
señas de identidad como grupo; existen proyectos singulares, rutinarios,
originales, provocadores, insulsos, pretenciosos y aburridos. El público
europeo continúa accediendo a las salas con el fin de visionar cine
estadounidense; el interés por el cine propio destaca, de manera
especial, en Francia, gracias a un sistema de financiación que permite
acometer empeños de mayor fuste. El resto de cinematografías
buscan sobrevivir en el corto espacio que le queda, con las ayudas de las
Administraciones nacionales y los fondos europeos que intentan dinamizar
un mercado mortecino y paliar las deficiencias existentes.
El cine italiano continúa en manos de directores clásicos
como Luchino Visconti, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, aunque otros
autores comienzan a demostrar creativamente sus inquietudes culturales e
ideológicas en títulos tan interesantes como El conformista
(1970) y Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci, El árbol
de los zuecos (1974), de Ermanno Olmi, Cinema Paradiso (1989),
de Giuseppe Tornatore, y el multipremiado trabajo de Roberto Benigni La
vida es bella (1998). También apuestan, como Bertolucci, por
un cine estilo Hollywood, alcanzando con El último emperador (1987)
,
uno de sus momentos más brillantes, película que recibió
9 Oscar de la Academia.
En el cine alemán cogió el testigo la generación intermedia
con nombres tan significativos que con sólo nombrarlos se les atribuyen
ejemplos notorios de buen cine. Werner Herzog dirige Aguirre o la cólera
de Dios (1973), excepcional relato sobre la época de conquistas.
Rainer W. Fassbinder, corrosivo analista de la sociedad alemana y del ser
humano, firma películas como La ley del más fuerte (1974)
y La ansiedad de Verónica Voss (1981). La personalidad de
Wim Wenders crece en círculos de cinefilia de todo el mundo tras
la proyección de Alicia en las ciudades (1973), El amigo
americano (1977), Cielo sobre Berlín (1987). Mientras
que Volker Schlöndorff muestra su madurez en El tambor de hojalata
(1979), pasando después a trabajar en el cine estadounidense.
El cine británico se apoya en los trabajos de los veteranos Stanley
Kubrick (La naranja mecánica, 1971; El resplandor,
1980) y Charles Crichton (Un pez llamado Wanda, 1988), para dar en
los ochenta a una de las décadas más brillantes de dicha cinematografía
con Carros de fuego (1981), de Hugh Hudson, y Gandhi (1982),
de Richard Attenborough, entre otras, estela que continuarían producciones
como Cuatro bodas y un funeral (1994), de Mike Newell, y Secretos
y mentiras (1996), de Mike Leight. Surge un cine de realismo social
impulsado por Ken Loach (Agenda oculta, 1990; Lloviendo piedras,
1993; La cuadrilla, 2001), Stephen Frears (Mi hermosa lavandería,
1985; Café irlandés, 1993) y Jim Sheridan (En
el nombre del padre, 1993), y el éxito comercial de todos los
tiempos fue Full Monty (1997), de Peter Cattaneo.
En el cine francés, junto con los François Truffaut (La
mujer de al lado, 1981), Louis Malle (Adiós muchachos, 1987),
sigue muy activo Claude Chabrol (Inocentes con manos sucias, 1974;
Un asunto de mujeres, 1988; No va más, 1997) y Bertrand
Tavernier (Hoy empieza todo, 1999), e irrumpen con fuerza Robert
Guédiguian (De todo corazón, 1998) y los hermanos Luc
y Jean Dardenne (Roseta, 1999) y Jean-Pierre Jeunet (Amélie,
2001).
Del resto de cinematografías, junto con el movimiento Dogme 95 impulsado
por Lars von Trier (Rompiendo las olas, 1996) y otros cineastas daneses,
que no lograron ocultar el acierto de películas como El festín
de Babette (1987), de Gabriel Axel, o Pelle el conquistador (1988),
de Bille August, se puede decir que son autores únicos (como el griego
Theo Angelopoulos, el portugués Manoel de Oliveira, los filandeses
Aki y Mika Kaurismäki, el iraní Abbas Kiarostami, etc.) los
que defendidos por la crítica internacional de cinéfilos y
arropados por un sin fin de premios en los festivales más importantes,
llegan con frecuencia a ciertas salas europeas para ser disfrutados por
el público interesado en otras historias y maneras de narrar.