Los países latinoamericanos fueron recibiendo al Cinematógrafo
al igual que en el resto del mundo, a finales del siglo XIX. Las circunstancias
sociales, económicas y políticas marcaron con los años
su progreso cinematográfico, en el que tanto tuvieron que ver los
promotores españoles, franceses e italianos como la presencia de
las películas estadounidenses en sus pantallas. Muy pronto el mercado
de cada uno de los países comenzó a estar controlado por el
cine de Hollywood. No obstante, esta situación no impidió
que en diversas épocas floreciesen aportaciones que mostraron la
singularidad de la producción latinoamericana, que se apoyaría
a lo largo del tiempo y en gran medida en la coproducción entre países
de habla hispana.
Quizás esta situación es la que provocó
que en la producción de las primeras películas habladas en
español, Hollywood contratara a numerosos profesionales (Ramón
Novarro, Lupe Vélez, Dolores del Río, Antonio Moreno, José
Mojica, Carlos Gardel, entre otros) con el fin de que realizaran e interpretaran
las versiones destinadas a dichos países. Esto no impidió
que entre 1929 y 1931 se produjeran las primeras películas sonoras
en México, Brasil o Argentina; en otros países, las primeras
producciones sonoras locales se darán a conocer más tarde
(1932-50).
Durante la década de los cuarenta es el cine
mexicano el que alcanza una mayor notoriedad internacional gracias a las
películas de Emilio Fernández "El Indio" (y la colaboración
en la fotografía de Gabriel Figueroa) y la presencia de notorias
estrellas como Dolores del Río y Pedro Armendáriz (Flor
silvestre y María Candelaria, 1943), y María Félix
(Enamorada,1946; Río escondido, 1948). También
se encuentran las obras de Fernando de Fuentes (El compadre Mendoza,
1933; Allá en el Rancho Grande, 1936; Jalisco canta
en Sevilla, 1948, ésta con Jorge Negrete y Carmen Sevilla -primera
coproducción hispano-mexicana tras la llega al poder en España
de Francisco Franco), y otras de Alejandro Galindo, Julio Bracho y Roberto
Gavaldón. Son años en los que despunta el actor Mario Moreno
"Cantinflas" quien, con su verborrea, se encargará de consolidar
su popularidad nacional e internacional y arrasar en taquilla durante unos
años con películas como Ahí está el detalle
(1940), de Juan Bustillo Oro, y la numerosas películas que dirigió
Miguel M. Delgado (El gendarme desconocido, 1941; Sube y baja,
1958; El padrecito, 1964). Y también es notoria la presencia
de los españoles Luis Buñuel, director de películas
como Abismos de pasión (1953) y Los olvidados (1950)
,
entre otras, y Carlos Velo, quien dirigió un excelente documental,
Torero (1956), y Pedro Páramo (1966). A partir de los
setenta, su director más internacional será Arturo Ripstein
(Cadena perpetua, 1978; Principio y fin, 1992; La reina
de la noche, 1994), premiado en diversos festivales internacionales.
El cine argentino se sostiene con dificultad sobre
las películas de Lucas Demare (La guerra gaucha, 1942), Luis
Cesar Amadori (Santa Cándida, 1945), Hugo Fregonese (Donde
las palabras mueren, 1946) y actrices como Libertad Lamarque, sin olvidar
la extensa filmografía de Leopoldo Torres Ríos (Adiós
Buenos Aires, 1937; 1942; el crimen de Oribe, 1950) y la aportación
de su hijo Leopoldo Torre-Nilsson (La casa del ángel, 1956;
Los siete locos, 1973). También circula por ciertos circuitos
el trabajo de Fernando Birri (Los inundados, 1961). En las décadas
siguientes serán directores como Héctor Olivera con La
Patagonia rebelde (1974) o No habrá más penas ni olvido
(1983), Adolfo Aristarain (Tiempo de revancha, 1981), Eliseo
Subiela (Hombre mirando al sudeste, 1986), Fabián Bielinsky
(Nueve reinas, 2001) y Juan José Campanella (El hijo de
la novia, 2001) los que proyecten la creación argentina hacia
el exterior.
El cine brasileño tiene un punto de partida
singular en Límite (1929), de Mário Peixoto, sugerente
y marcada por las vanguardias europeas de los veinte. Pero también
cuenta con la importante película Ganga bruta (1933), de Humberto
Mauro, y O Cangaçeiro (1953), de Lima Barreto, referentes
ineludibles para los jóvenes de los sesenta, que tendrán en
Glauber Rocha al máximo exponente internacional. Durante varias décadas
será Nelson Pereira dos Santos quien dirija algunos de las historias
socialmente más interesantes (Río, quarenta graus,
1955; Vidas secas, 1963).
La Revolución Cubana definió la trayectoria
de diversas cinematografías latinoamericanas. En su país destacaron,
además de un extenso elenco de documentalistas, Tomás Gutiérrez
Alea (Memorias del subdesarrollo, 1968; Fresa y chocolate, 1993),
Humberto Solás (Lucía, 1968; Cecilia, 1981)
y Manuel Octavio Gómez (La primera carga al machete,1969).
En el cine chileno sorprendieron las películas de Raúl Ruiz
(Tres tristes tigres, 1968), realizará la mayor parte de su
obra en Europa, de Miguel Litín (El chacal de Nahueltoro,
1969; Actas de Marusia, 1976) y Helvio Soto (Voto más fusil,
1971). El cine peruano tiene en Francisco Lombardi su máximo representante
desde 1977, con películas polémicas como Muerte al amanecer
(1977) y Muerte de un magnate (1980), por basarse en hechos reales,
varias adaptaciones literarias de desigual acierto (La ciudad y los perros,
1985) además de dirigir proyector internacionales como No se lo
digas a nadie (1998). El cine venezolano está representado por
Roman Chalbaud con El pez que fuma (1977) y La oveja negra (1987);
el cine boliviano por Jorge Sanjinés con El coraje del pueblo
(1971); y el cine colombiano por Sergio Cabrera con películas como
Técnicas de duelo (1988) y La estrategia del caracol (1994)
y Víctor Gaviria con La vendedora de rosas (1998).