Al finalizar un rodaje se poseen una serie de planos que, en sí mismos,
poseen una significación mínima como unidades narrativas,
pero que al yuxtaponerse con otros planos, en un orden determinado y coherente,
adquieren un nivel de lenguaje superior. Esto es justamente el montaje:
el proceso de unión de dos planos medidos y ordenados, para dotar
de estructura al relato fílmico. Muchos son los que creen que el
montaje es la gran singularidad del cine en el conjunto de los lenguajes
artísticos. Y desde luego, ha sido mediante la reflexión sobre
las teorías del montaje como muchos cineastas han articulado su trabajo.
La historia del ritmo del montaje en la segunda mitad del siglo XX es prácticamente
la historia de la capacidad de lectura audiovisual de los espectadores.
Con frecuencia se ha dicho que un plano debe estar en pantalla el tiempo
adecuado para que sus elementos puedan ser leídos por los espectadores;
pero por supuesto que no existe un patrón rítmico determinado
sino una visión de conjunto que establece cuándo el espectador
se revolverá en su asiento o si permanecerá expectante desde
el inicio hasta el siguiente plano.
Es en este sentido en el que influyen los niveles de lectura de cada uno
y de cada etapa cultural. Un adolescente del siglo XXI difícilmente
conseguirá mantenerse atento ante los prodigios visuales de Intolerancia
(1916) de D.W. Griffith, al igual que al susodicho director le sería
imposible seguir la narración de una película como Matrix.
(1999).
Visto desde otra perspectiva es un camino que parte de un montaje en continuidad,
en el que, como ocurría en el cine clásico, las técnicas
se conciben para servir a la continuidad narrativa; pasa por una concepción
en la que los planos se convierten en secuencia y todo el efecto dramático
se reserva a la interpretación de los actores, tal como puede verse
en el cine de Orson Welles o de Luis García Berlanga; y concluye,
provisionalmente, en las nuevas formas de montaje del cine contemporáneo
(o de los vídeos musicales) en donde una secuencia se convierte en
multitud de planos que envuelven al espectador al margen de la unidad espacio-temporal
buscada por cine clásico (entre muchos ejemplos puede servir la primera
secuencia de Parque Jurásico, 1993, en la que Steven Spielberg resuelve
el enfrentamiento entre guardianes del parque y un dinosaurio utilizando
para ello cuarenta y tres planos en dos minutos y medio de película:
un cambio de plano cada tres segundos, desde luego aproximadamente la mitad
de la frecuencia habitual en el cine clásico).
Las técnicas del montaje en continuidad, que debe recordarse que
es hegemónico pero no el único como nos recuerda El acorazado
Potemkim (Einsenstein, 1924), parten de las nociones que hemos visto en
otro epígrafe: eje de mirada y dirección y raccord general
de los planos.
El engarzamiento de acciones en continuidad entre el plano primero y el
plano segundo es una de las opciones más dinámicas y naturales
de aceptar el montaje por parte de un espectador cómodamente situado
en una falsa cuarta pared. La forma es fácil: se rueda al
actor repitiendo el movimiento sobre el que se apoyará el montaje
de ambos planos; posteriormente se seleccionará un momento del movimiento
(el llamado engarce) en ambas tomas para realizar el corte y posterior empalme.
El modo más habitual de situar geográficamente al espectador
es mostrándole el espacio de la acción en plano general y
después sumándole los planos cortos, aunque no siempre en
este orden estricto.
Algunas de las claves para mantener una buena transición se escapan
de la competencia del montaje como son la constancia de la tonalidad de
la iluminación y el nivel del sonido directo.
Durante décadas el montaje se ha realizado en las llamadas moviolas
utilizando una copia del negativo de la película que proporcionaba
el laboratorio. Sin embargo, en la actualidad el montaje se hace en sistemas
digitales de edición que reducen costes y facilitan la mezcla de
los soportes fotoquímicos, videográficos y digitales y el
mejor ajuste de los distintos efectos.