Antes de precisar un movimiento cinematográfico, el expresionismo fue una corriente pictórica, iniciada en 1911, cuando fueron expuestos en la muestra de la Secesión berlinesa los cuadros de varios representantes del fauvismo, una tendencia pictórica que practicaron artistas como Matisse. A partir de esa fecha, diversos creadores alemanes aplicaron en el lienzo los principios de dicha vanguardia, fortaleciendo la expresividad de sus pinturas, estilizando en cada trazo el estado particular de su sociedad y de sus propias inquietudes personales. De ahí que figuras como Ernst Ludwig Kirchner, Emil Nolde y Otto Dix desatendieran los elementos formales de su obra para privilegiar la inmediatez de las emociones, el sentido amargo e incluso trágico de sus criaturas y la excitación social promovida durante el periodo de entreguerras. A ese mismo fin se aplicaron muy pronto músicos, narradores y dramaturgos.
Con todo, la referencia pictórica no es casual cuando se habla de expresionismo cinematográfico. A diferencia de lo que sucede con otros movimientos, esta corriente no se fundó en una filosofía peculiar, común a todos cuantos en ella participaron. Muy al contrario, los cineastas expresionistas -en particular los alemanes- hallaron en su estética el elemento común. Por esa razón, el estudio inicial de esta fórmula se mueve entre dos ejes: el uso de los decorados y la cualidad tenebrosa de su fotografía. Rodados siempre en estudios, los filmes expresionistas enfatizaban la inquietud más sublime a través de todos los elementos a su alcance, desde el maquillaje hasta los movimientos de cámara, pasando por un tipo de ambientación deliberadamente artificial, a veces desfigurada, como si el fotograma fuera un marco sobre el que delinear esa gama de contrastes.
El título que inauguró dicha tendencia fue El gabinete del Dr. Caligari (1919), de Robert Wiene, donde el cineasta tomaba el camino de la distorsión, tanto a la hora de ofrecer su imagen de los personajes como al plantear el torturado diseño de los decorados. Como era notorio en otros títulos de este conjunto, la obra de Wiene también se apoyaba en las claves filosóficas de aquella sociedad tan convulsa, que fue luego marco del ascenso del Partido Nazi.
Otro representante del
expresionismo, Paul Wegener, animado por las nuevas posibilidades técnicas
a su disposición, creyó posible que su actividad artística
penetrase en el campo de la cinética pura y del lirismo óptico.
Esta apuesta por lo irracional abarca otra de las cualidades de este movimiento:
su reflejo de lo siniestro como fórmula arquetípica de la
tradición cultural germana. En este afán, no ha de extrañar
la presencia habitual de los ingredientes más comunes del romanticismo
alemán, como sucedía en El estudiante de Praga (1913),
dirigida por Stellan Rye y Paul Wegener, e inspirada en escritos de Von
Chamisso y Hoffmann. Paul Wegener fue un actor y director de cine muy
activo en esos años. A este respecto, cabe mencionar otro filme,
El Golem (1920), codirigida por Wegener y Henrik Galeen, cuyo guión
escenificaba la novela homónima de Gustav Meyrinck.
Sin consagrarse específicamente a esos
temas, Fritz Lang pasó a la historia del expresionismo como uno
de sus creadores mejor capacitados. Lo acreditan películas como
Las tres luces (1921) ,
El testamento del doctor Mabuse (1922), Metrópolis (1926)
y M, el vampiro de Düsseldorf (1931). En todas ellas, la fotografía
y la puesta en escena quedaron al servicio de relatos cuyo fondo común
es la ambigüedad moral.
Otro maestro de este movimiento, Friedrich Wilhelm Murnau, adaptó
la leyenda clásica del vampirismo en Nosferatu, el vampiro
(1922); y puso en imágenes el texto más conocido de Goethe
en Fausto (1926). Ambas películas despiertan la inquietud
del espectador y logran fijar una estética de lo sombrío,
imitada posteriormente por numerosos cineastas que cultivaron el género
del horror.
Dejando aparte títulos tan significativos como La venganza del
homúnculo (1916), de Otto Rippert, y El hombre de las figuras
de cera (1924), de Paul Leni, lo cierto es que el expresionismo germano
se resume en un puñado de excelentes creadores. Guionistas como
Carl Mayer y Thea von Harbou, camarógrafos como Karl Freund y Fritz
Wagner, y decoradores como Hermann Warm, Robert Herlth, Walter Rörig
y Otto Hunte fueron los encargados de afianzar sus convenciones.
Posteriormente, la gama creativa del movimiento se fue ensanchando, dejando
espacio a filmes de animación como Las aventuras del príncipe
Achmed (1926), de Lotte Reiniger. A juicio de los especialistas, los
ingredientes básicos de esta corriente se advierten luego en el
cine negro, en las películas de terror de la compañía
Universal Pictures, en las obras de Orson Welles y Carl Th. Dreyer, e
incluso en los modernos largometrajes de Tim Burton.